“La Noche de la Bandolera”
Aquí un breve cuento de terror que escribí hace unos meses . . .
Era mayo del 74, cuando la temporada de lluvias empezaba.
Era
una noche de lluvia intensa y oscuridad profunda, los truenos que caían a
nuestro alrededor servían como fugaces luciérnagas iluminando nuestro camino.
Recuerdo
que nos dirigíamos a un lugar llamado “Rancho El Limonar”, un lugar solitario y
lejano del centro del pueblo. Sólo había veredas trazadas por el ir y venir de
los pastores con sus animales que acompañaban a pastar.
Aquellas
veredas conducían a varios lugares recónditos de la sierra, así que debíamos
aprendernos bien la ruta de ida y de regreso para no perdernos en la inmensidad
de la maleza y la grandeza de los cerros.
Acompañaba
a Chico, un amigo de mi padre. Era cinco años mayor que yo, en ese tiempo tenía
seis años y era muy intrépido, sin miedo a nada, como una bala. También iba a
nuestro lado, cuidando nuestros pasos, “Goyo”, un labrador que nos servía como
fiel acompañante.
Veníamos
del pueblo y caminábamos inmersos en la penumbra de la noche, pues la pequeña
lámpara que llevábamos se descompuso y tuvimos que seguir a oscuras, mojados
por el tremendo aguacero y cansados por la larga caminata que habíamos
emprendido desde hace dos horas.
Los
relámpagos eran muy estruendosos y los vientos muy fuertes que hacían silbar
las hojas de los palmares.
Después
de un rato nos sentamos en una enorme piedra que encontramos en el camino,
estábamos fatigados y hambrientos, nuestros cuerpos temblaban de frío pues
empezó a soplar un viento tan fuerte que Chico y yo tuvimos que juntarnos para
generar calor, “Goyo” nos cuidaba.
Nos
quedamos dormidos por un instante esperando a que pasara la lluvia, sin embargo
nos despertamos al oír un ruido muy extraño –Parece un grito o un gemido – le
dije a Chico, –No, me pareció escuchar a alguien llorar- me respondió.
Inmediatamente,
“Goyo” se puso inquieto, comenzó a dar vueltas y a ladrar. Nos dijimos Chico y
yo –Algo raro está pasando, porque a estas horas y en este lugar nadie puede
venir llorando o gimiendo en la oscuridad-, volvimos a escuchar los mismos
chillidos pero para nuestra sorpresa, se oían cada vez más cerca.
En
ese instante, se me erizó la piel al escuchar el llanto doloroso de esa
persona, como si se hubiera lastimado o
se hallara perdida en la inmensidad de la noche, así como nosotros.
Inmediatamente me surgió la necesidad de saber quién era o qué le había
sucedido.
La
lluvia había cedido un poco pero el viento soplaba aún con más fuerza, como si
alguien susurrara en mis oídos, los palmares parecían inmensos y nos tapaban la
poca visibilidad que pudiéramos tener. Yo sólo pensaba en regresar a casa lo
más pronto posible pero aún faltaba mucho para eso.
Chico,
temeroso, decidió sacar su escopeta y me dijo: -Si alguien nos quiere hacer
daño, no lo logrará- , le pregunté: ¿Quién será? ¿A lo mejor es alguien que
está perdido y necesita ayuda?
Volvió
a oírse ese lloriqueo, aún más cerca y así pudimos distinguir que era un llanto
de mujer desconsolada, era desgarrador, profundo y resonaba en toda la
serranía. Era un llanto de sufrimiento y desesperación, como ese que se oye
cuando una mujer pierde a sus hijos o está en pena.
En
algún momento de mi fugaz niñez, oí hablar a mis padres sobre “la bandolera”,
ellos decían que era una alma en pena, una figura como de mujer, pero con patas
de guajolote, cuello largo y largos cabellos. Al parecer no era de buen augurio
verla o topársela por las noches, pues dice la gente que si te atrapa, te
pierde y te deja en una cueva oscura y profunda de la cual no puedes salir
hasta quedar completamente loco.
Todo
esto pasó por mi cabeza y entonces le dije a Chico que nos fuéramos ya, pero
él, curioso y lleno de intriga por saber qué era eso que se oía, decidió que
nos quedáramos detrás de la piedra para esperar a que pasara esa persona, bueno
si es que eso era.
De
pronto todo quedó en silencio y perdí de vista a “Goyo”, Chico preparó la
escopeta y me dijo en voz baja –Cuando pase por aquí, tiraré un balazo y le
asustaré, ¡ya verás que susto le daremos! – yo le respondí -¡No! Qué caso
tiene, ¿y si nos hace daño?, Chico no me escuchó y sólo tapó mi boca con su
mano.
Al
pasar un rato, nos enfrentamos con esa figura misteriosa que pasó a nuestro
lado, flotaba y se movía tan rápido que apenas y alcancé a ver que tenía patas
de gallina, era una silueta larga y negra.
Nos
transmitió su sufrimiento y su tristeza, un dolor profundo invadió nuestros
corazones. Chico trató de disparar del gatillo pero por alguna extraña razón,
no funcionó en ese momento. Ambos nos quedamos atónitos.
Rápidamente
volteé y ví a “Goyo”, queriendo aullar, mas sólo movía el rabo y se acurrucaba
en mis piernas, sentí sus costillas y cómo temblaba. También sentí mis pies como
témpanos de hielo, me quedé paralizado del susto.
La
silueta pasó rápidamente y se perdió entre los árboles y la espesura. Su llanto
se dispersó por los cerros, poco a poco, Chico y yo fuimos reaccionando poco a
poco, al parecer habíamos entrado en una especie de transe, perdimos la noción
del tiempo, nos olvidamos de sí mismos y nos sentimos tan ligeros que creímos
flotar, todo había transcurrido lentamente.
Chico
se desmayó, me quedé solo con el perro, solos y perdidos entre la exuberante
vegetación, viendo solamente la orilla del cerro, pues cuando uno es niño todo
parece ser tan inmenso.
Me
resigné a quedarme ahí sentado con Chico a mi lado, el perro ladró y se largó a
olfatear algo, pero no volvió. Traté de dormir un poco hasta que la luz del sol
volviera a iluminarme el rostro, pero me resultó imposible. Aún tenía grabada la
escalofriante imagen de aquella silueta negra que vi pasar por la vereda, no
podía sacar de mi cabeza los gemidos de su penar, los truenos de la lluvia, la
oscuridad inminente y los ladridos desesperados de “Goyo”.
Esperé
a que reaccionara Chico, lo moví un par de veces, él sólo balbuceaba palabras
que no entendí, decidí que era mejor no molestarlo y cerré mis ojos.
Volví
a abrirlos y me sorprendí al no sentirlo a mi lado, creo que me quedé lo
suficientemente dormido y no sentí su partida. ¿A dónde iría? ¿Se marchó a
buscar ayuda?, preferí no moverme pues tenía miedo de perderme en la
profundidad de la noche.
Después
de un largo rato, por lo menos así me pareció, me armé de valor y me levanté,
mis piernas me dolían como nunca y mis dedos seguían fríos, al instante se
oyeron gritos, gritos de un hombre, despavoridos y desesperados. Caminé, con el
corazón exaltado como si se me fuera a salir del pecho, y guiándome por
aquellos gritos y con la luz de la luna, llegué a un río que fluía velozmente.
Volví
a escuchar los gritos y un flechazo tocó mi tobillo, me invadió un profundo
calor acompañado de un adormecimiento. No supe qué demonios estaba pasando, mi
visibilidad empezó a fallar, comencé a marearme y me desmoroné en un santiamén,
me sentí tan ligero.
Después
de esa noche no recuerdo nada más, sólo sé que desperté en una clínica cerca
del centro del pueblo, con una tremenda fiebre y con escalofríos que
recorrieron todo mi cuerpo.
No
supe a dónde fue Chico o si se lo habían llevado.
Después
de mi recuperación me enteré que hace un par de días lo encontraron en una
cueva, con la mirada perdida, la ropa desgarrada e impregnada de un raro olor, con
los ojos hundidos, flaco como un palo y hablando cosas sin sentido. A los pocos
días murió de una manera inexplicable.
No
supe con exactitud, qué fue lo que me sucedió esa noche. Los médicos les
dijeron a mis padres que parece que fui mordido por una serpiente y que la
mordedura no fue tan profunda como para haberme matado. Afortunadamente un
campesino que iba pasando con su caballo, me vio sangrar y convulsionándome,
entonces me subió al lomo de su caballo, me llevó al centro del pueblo y me
dejó en una clínica.
Algo
es seguro, aquella noche no la olvidaré, los lloriqueos resonaran por siempre
en mis oídos, pues a la fecha sueño pesadillas, escucho voces y quejidos de
dolor. También veo a aquella mujer alta, de cabellos largos y patas de
guajolote, aquella que entre los habitantes de ese pueblo se le conoce como “La
Bandolera”.
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